Uno de los humanos más extraños que he conocido en Barcelona es sin duda Manuel Gómez Salerno, a quien sus más íntimos llamaban Manolo Literal.
A Manolo lo conocí una tarde de primavera en el parque de la Ciudadella. Me lo presentó mi amigo humano Eduardo Ribó Bastian, un intelectual argentino de fuste que al día siguiente daba una conferencia en el Campus de la Ciudadella de la Universitat Pompeu Fabra (Aula 40.213 del edificio Roger de Llúria). Eduardo iba a disertar sobre La ausencia de eufemismos en niños menores de 7 años, y al parecer ese tema entusiasmaba mucho a Manolo.Eduardo y Manolo se conocían desde hacía muchos años y compartían la pasión por el conocimiento del lenguaje. Y cada vez que se veían no paraban de hablar sobre retórica, pragmática o análisis del discurso.
— (...)
— El hecho de que los niños no usen ningún tipo de eufemismos para expresarse prueba que la ambigüedad del lenguaje es una perversión construida socialmente –dijo Manolo mientras caminábamos al costado del Parlament de Catalunya.
— Es probable, pero no quiero hacer especulaciones sociológicas. Lo que quiero demostrar es que en esa etapa de la vida, los niños toman tan en serio al lenguaje como a los juegos. Y ésa actitud configura las dimensiones de una experiencia real –comentó Eduardo–. Las actividades lúdicas, tienen en los niños, una coherencia existencial muy poco estudiada...
— Bueno... me voy porque llego tarde al veterinario –mentí yo–. Es que tengo un dolor en las vías urinarias que me preocupa...
Cuando los humanos comienzan a hablar cosas demasiado abstractas, yo suelo recurrir al viejo truco del veterinario.
A la semana siguiente me encontré a Manolo caminando por el Passeig Colom y, por decir algo, le pregunté cómo había ido la conferencia del Campus. Me contó que Eduardo había estado brillante, y que al final se había generado un diálogo con el público muy interesante.
Y así, entre casualidades y coincidencias, nos seguimos cruzando en la calle con Manolo hasta hacernos amigos.
Manolo había nacido en Soria, en 1969, pero desde pequeño vivía en Barcelona. Trabajaba como traductor para un departamento de la Generalitat, y su sueño era tener una librería. Estaba casado con una catalana muy seria, mayor que él, y no tenían hijos. No era un tipo muy simpático, pero me interesaba mucho el entusiasmo que sentía por el lenguaje. Para él las palabras debían tener una coherencia absoluta y no aceptaba que la gente le hablara con falta de precisión. Él, por ejemplo, no creía en los sinónimos. Decía que las palabras habían sido creadas para hacer alusión a cosas o fenómenos muy particulares, y que por lo tanto no se podían utilizar con sentidos diversos. Pensaba que el alcalde era un imbécil, pero no un idiota o un subnormal. Tampoco lo consideraba un estúpido, un babieca, un pelele o un tonto. Era claramente un imbécil. Para Manolo, idiota era el obispo, y «obispo no era sinónimo de alcalde». Subnormal era el jefe de los Mossos d'Esquadra; babieca era la empleada de Telefónica que atendía en la sucursal de Via Laietana y Jaume I, y pelele era el gay que evalúa los pisos en alquiler de la Cambra de la Propietat Urbana. Manolo era así: un ferviente defensor de llamar a las cosas por su nombre y un enemigo acérrimo de los sinónimos.
Las conversaciones con Manolo siempre eran muy animadas:
— Teo, una cosa es la mentira y otra muy distinta es la inexactitud. La mentira es siempre voluntaria, y por lo tanto ética, en cambio la inexactitud no. La inexactitud tiene que ver con la falta de conocimientos o con carencias interpretativas, o sea con la ignorancia.
— ¿Es exacto entonces si yo digo que los de La Caixa son todos unos gilipollas?
— ¡No puedes decir eso, porque no es así! Algunos sí son gilipollas, pero muchos otros son burócratas. También los hay «culos fruncidos», tarados y estúpidos, pero no me puedes decir que son todos unos gilipollas. Ni siquiera es correcto afirmar que los dirigentes del PP o de CiU sean todos gilipollas...
— ¡¿No?!
— No, para nada... en esos partidos hay muchos corruptos, ladrones, mentirosos y cínicos, además de varios hijos de puta. Pero gilipollas sólo hay un puñado.
— Vaya, me quedo más tranquilo...
— Insisto Teo, no se puede andar por la vida diciendo cualquier cosa. El lenguaje tiene sus propios paradigmas. La palabra «suicida» se creó para aludir a las personas que se quitan la vida; y con la palabra «silla» se hace referencia a un asiento con respaldo, generalmente de cuatro patas, donde cabe una sola persona. Y el lenguaje es eso: una persona que se quita la vida no es una silla.
No coincidía siempre con las afirmaciones de Manolo, pero su literalidad generalmente me dejaba sin palabras.
... Y el lenguaje es eso: una persona que se quita la vida no es una silla. |
Manolo también era poeta y había publicado un libro muy raro que se llamaba Imágenes y sonidos particulares (publicado por la editorial Sigueleyendo, de Cristina Fallarás), que no terminaba de convencerme. Su obsesión por la precisión en las palabras, a mi entender, le quitaba calor a las composiciones. Y entonces si quería describir una determinada música, escribía sobre «captación de vibraciones». Sus poemas de amor hablaban sólo de «empatía subjetiva», y por color entendía a «la percepción visual que generaba su cerebro al interpretar las señales nerviosas emitidas por los fotorreceptores de la retina de sus ojos cuando reaccionan ante determinadas longitudes de onda del espectro electromagnético». Para mí, su estilo poético pecaba de un exceso de realidad.
Pero más allá de sus poesías, donde realmente su literalidad generaba conflictos era en el campo de la comunicación. Si alguien a quien no conocía demasiado lo saludaba por la calle y le decía:
— Hola Manuel, ¿cómo estás?
Él contestaba:
— Mira, me puedes saludar pero no hace falta que me invadas. No nos conocemos tanto como para que te cuente cómo estoy. Eso es algo que pertenece a mi intimidad.»
Y resulta que ese tipo de actitudes comunicativas lo aislaba un poco. Es que aparte de no creer en los sinónimos, Manolo había perdido todas las metáforas.
Una noche, cuando regresaba con su mujer a su casa del Raval –luego de cenar en un restaurant del barrio–, un hombre alto lo interceptó y le apuntó a la cabeza con una pistola calibre 38.
— Dame la billetera o disparo –le dijo el hombre.
— Ni lo sueñes –contestó él.
Nadie se explicó cómo, siendo él tan literal, esa noche ignoró la literalidad ajena.
En el funeral, sus conocidos estaban conmocionados por la tragedia e intentaban encontrar un sinónimo para la palabra «muerte».
No lo lograron.
Gato Teo
(gatoteo@gmail.com)